Me sienta bien Madrid, pero no volveré a Madrid. ¡Se acabó Madrid para mí!
Mi ideal siempre ha sido vivir entre Málaga y Madrid. Logré cumplirlo durante unos años, cuando disponía de dinero y tiempo a la vez. Mi ratio era cuatro o cinco semanas en Madrid y una en Málaga. Siempre más Madrid que Málaga: la intensidad de Madrid sobre la languidez de Málaga. Llegar a Málaga con la intensidad de Madrid. Volver a Madrid con la languidez de Málaga; es decir, con el inicio de la languidez: justo antes de que la languidez empezara a estrangularme me iba.
Ahora sucede al revés. Llego a Madrid lánguido, tras semanas o meses en Málaga, y con el inicio de la intensidad regreso. Ahora solo se me agita un poco la languidez (apenas un comienzo de renovación) antes de regresar a ella. La languidez es mi casa. La languidez es mi sepultura. El día a día lánguido en Málaga es mi vida ahora. Es una languidez amable, con la brisa y el mar, y el solecito en invierno. ¡Y la dinamización de los cuartos con los ventiladores!
Dejo pasar semanas, meses, entre un viaje a Madrid y otro. Y, como sigo teniendo la pulsión de vivir en Madrid, repito un circuito, más o menos ritualizado, con el que fuerzo una especie de cotidianidad. Voy a los mismos sitios para asegurarme de que siguen ahí, y de que yo sigo de algún modo ahí también, en ellos, ante ellos. A veces los sitios desaparecen: locales que cerraron o mutaron. Y una vez el sitio cambió de sitio: mis dos musas acuáticas de la fuente que había arriba en la plaza de España ahora están abajo en la plaza de España; justo, por cierto, en el camino de otro de mis sitios, el templo de Debod (en el que no he estado en este último viaje). Algunos se incorporan, como la calle Pavía tras mi lectura de Berta Isla. Y luego Javier Marías se murió.
«Me dejo azotar por el huracán de vida de Madrid, qué vibración en cada paso. Pero hay algo también que es dar vueltas para nada»
Se murió también hace poco Cristóbal Ruiz, con el que me fui a Madrid de estudiante a los 19 años. Éramos amigos difíciles, con intermitencias; había algo que nos impedía sintonizar. No nos veíamos (ni nos comunicábamos) desde 2015. Pero me ha sorprendido el aluvión de recuerdos suyos que tengo. Recuerdos que no frecuentaba en mi cabeza y que estaban ahí: todo un mundo. Ahora me explico Recherches como la de Proust.
En Madrid tengo amigos y amigas, y los veo con gusto. Me doy mis paseos y me siento en los banquitos y en los cafés. Fatigo (¡borgianamente!) librerías; la Cuesta de Moyano, la Feria del Libro de Ocasión. Acudo a eventos, crepitantes para el que llega de fuera, con sus morbosos cotilleos. Me lo paso ciertamente pipa. Y sobre todo me dejo azotar por el huracán de vida de Madrid, qué pujanza de calles, vibración en cada paso. Pero hay algo también que es dar vueltas para nada. Hay como un vacío del «hombre disponible» que se menciona en Vértigo o del Swann del primer tomo.
En el jardincito del Príncipe Anglona, en el parque de Atenas por la ventana del autobús, en el paseo de las Delicias y la calle Delicias, en el puente de Juan Bravo, en la mole de Atocha desde el hotel Mediodía se impone de pronto una percepción, inducida tal vez por el centenario de la muerte de Joseph Conrad: la de esa línea de sombra que advierte de que la primera juventud (que en mí se ha prolongado hasta los 58 años) debe ser por fin dejada atrás.