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Los ingleses

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El jueves se murió la reina Isabel y el domingo Javier Marías. La vida a veces tiene estas rimas, porque Marías también era rey, y porque simboliza como pocos el tránsito de la cultura española hacia la anglofilia -algunos dirán que colonización, sumisión… Marías vivió en EEUU y en Oxford; tradujo a Sterne y Conrad entre muchos; la más señalada de sus novelas iniciales tiene lugar en All Souls College; y no pocas de las que vinieron después se desarrollan siquiera parcialmente en el Reino Unido e incluyen personajes británicos. Pero más aún, en su propia escritura se detectan rasgos de estilo, más o menos logrados, que remiten a la lengua inglesa -como aquel famoso «con el otro el uno» del que se reían en La fiera literaria, se non è vero

La risa de los feroces -¿qué fue de ellos?- no es una mera anécdota, porque hicieron profesión de fe de luchar contra los «angloaburridos», como llamaban a la escuela anglófila que, en la estela de Benet, quería cambiar los usos costumbristas o tenebristas de la posguerra por las influencias anglosajonas. A veces la lucha era real y no metafórica, como cuando Manuel García Viñó, que en paz descanse también, abofeteó a Vicente Molina Foix tras las bambalinas del programa de Sánchez Dragó. Entre los pecados «angloaburridos» de Molina estaba, intuimos, ser el traductor habitual de Kubrick. Los anglófilos solían también ser cinéfilos.

La anglofilia en su sentido más craso acabó ganando la mano, quizás sin pretenderlo, porque a la altura de mitad de los 90 la gente ya no es que emulase a Faulkner, es que fusilaba a Easton Ellis y cosas peores. La corriente castizo-dandy sobrevivió refugiada en los periódicos, y hoy se enseñorea de columnas y TLs de twitter. Marías es por ello también irrepetible, porque su momento literario fue el de la definitiva conversión de la cultura de España en una parte de la cultura global de tinte anglosajón. Y si él representaba la forma sofisticada de escribir, de pensar y vivir incluso, «a la inglesa», los que nacimos más tarde ya recibimos la noción de que la cultura de prestigio era inseparable de lo anglosajón; aunque tuviese más que ver con lo popular o industrial que con Sterne o Thomas Browne.

«Está por ver si ahora nos despeñamos por el otro lado entre citas de Tangana y anuncios de Lola Flores»

No, como es obvio, lo que obtuvimos a cambio fueron formas bastardas de cultura popular: mongrels, por decirlo a su manera. Y bien. Los mil leches son perros listos, longevos y divertidos, como el rock y el jazz y todo eso. Más incapacitante fue acostumbrarse a pensar en la cultura española, en todas sus manifestaciones, como subalterna, y a centrarnos solo en la imitación -Marías hacía una distinción precisa entre «emular» e «imitar»- de las formas que venían de los mercados anglosajones. Si en los 90 aún bailábamos, aunque fuera a regañadientes, con Los Rodríguez, el final de siglo parecía anunciar un era en la que sólo quedaría indies jugando a haber nacido en Brighton y novelistas malditos de Talavera de la Reina.

Sucede que, como siempre, lo que percibíamos en las burbujas de la clase media con ínfulas no agotaba la plena realidad del país, y así algunos empezaron a advertir que no sólo la «música del pueblo con la que baila la gente», que decía el Gato Pérez, no coincidía exactamente con las radiofórmulas, sino que había una corriente de sentido y de valores estéticos que la petulancia anglófila no podía borrar del mapa.

Está por ver si ahora nos despeñamos por el otro lado entre citas de Tangana y anuncios de Lola Flores. Vale también decir que anglófilos, o parcialmente ingleses, fueron Borges o Cela, y eso no les impidió escribir de gauchos y de campesinos extremeños. En la larga conversación que serpentea acabamos todos abrevando en todas partes. Descansen en paz Isabel de Windsor y Javier Marías.


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