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Déjennos jugar

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El otro día, en una conversación con una alumna de Filología Española de mi universidad que está escribiendo una tesis de fin de grado sobre las protagonistas femeninas y narradoras de Javier Marías, surge la cuestión de que un escritor varón represente a una mujer en sus ficciones. O viceversa. Y con esta pregunta nos adentramos en el campo de lo que en inglés se conoce como cultural appropriation.

No sé en España, pero en países anglosajones parece que lo que se puede traducir como usurpación (o apropiación) cultural está mal visto. El Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española carece de entrada para esta voz, lo que indica que, por ahora, este término es de uso limitado en español. Según el Oxford English Dictionary significa lo siguiente: «The unacknowledged or inappropriate adoption of the practices, customs, or aesthetics of one social or ethnic group by members of another (typically dominant) community or society». Es decir: «La adopción no reconocida o impropia de las prácticas, costumbres o estética de un grupo social o étnico por integrantes de otra comunidad o sociedad (normalmente dominante)».

Debido sin duda a mi ignorancia de tantas cosas, la usurpación cultural era algo de lo que no tenía constancia hasta hace bien poco. O, mejor dicho, supongo que sí tenía conocimiento de la realidad a la que alude, pero lo que ignoraba era que se tratara de algo tan conflictivo y mal visto por tanta gente hoy día. Pero, ya se sabe, vivimos en una época bastante puritana, histérica, hipócrita y carente de sentido de humor y la combinación resulta letal.

Porque de niño, por ejemplo, como me imagino que todavía es el caso, no teníamos ningún reparo en disfrazarnos de indios o vaqueros, de piratas, vampiros, tiroleses o escoceses (sí, de escocés en mi caso, con la falda de cuadros tartán de mi madre, boina, bigote falso y pipa de mi padre), sin faltarles al respeto a los indios, vaqueros, piratas, vampiros, tiroleses o escoceses. Creo. Hoy día ya no sé si todo esto sería posible, por lo menos en algunos países. De indio (americano) ya no se puede disfrazar nadie; los disfraces de etnias y comunidades minoritarias oprimidas están muy mal vistos y vetados por la doxa de la corrección política porque se consideran una falta de sensibilidad. Los tiroleses o escoceses no sé si protestarían. Aunque disfrazarse de pirata no creo que esté mal visto; los piratas no han sido ninguna comunidad minoritaria oprimida (salvo en Astérix y Obélix). Pero a lo mejor esto provocaría una airada protesta por parte de alguna asociación de piratas. A estas alturas, ya no se puede descartar nada.

Otro ejemplo de usurpación cultural sería imitar acentos extranjeros. Y esto tampoco está muy bien visto en muchos ámbitos. En el Reino Unido ya no se puede imitar un acento indio (de la India) –se considera ofensivo–, mientras que imitar otros acentos quizás no tanto. No entiendo del todo el porqué de esta discriminación. Ni quiénes son los que se erigen en los árbitros de lo que se debería considerar impropio. O sea, hoy día una película tal como The Party de Blake Edwards (creo que en España se conoce como El guateque), con Peter Sellers haciendo de indio, sería impensable. El puritanismo carece de sentido de humor o se toma demasiado en serio algo que no va en serio; es como una interpretación equivocada, demasiado literal, de algo que en un principio tiene sentido figurado.

El fin de la ficción

Pero lo peor y lo más absurdo y risible quizás de esta tendencia es que se ha extendido al ámbito de la literatura. Ya se han dado varios casos de una especie de censura de autores cuyas biografías no coinciden con los personajes y las historias narradas, con polémicas suscitadas por novelas tales como American Dirt, la historia de una librera mexicana que huye de los cárteles con su hijo, escrita por Jeanine Cummins, una norteamericana; o Little Bee de Chris Cleeve, autor blanco, británico y varón, que narra su historia desde el punto de vista de una niña nigeriana de 14 años.

De esos casos hablan Javier Marías y Lionel Shriver en un artículo y una conferencia plenaria, respectivamente (La cruzada contra la imaginación de 2020 y Fiction and Identity Politics de 2016). Y ambos concluyen que si se impone esta censura se acabaría con la ficción, puesto que los escritores son los apropiadores por excelencia.

En el ámbito de las ficciones, es muy normal, como indica ya el propio término, que se inventen o finjan cosas, que las historias no estén escritas sólo por quienes coinciden, en su biografía, su sexo, su lenguaje, su punto de vista, su voz, etcétera, con los personajes y la peripecia narrada. Es la razón por la que existe Madame Bovary de la novela homónima de Gustave Flaubert; o la Catriona de Robert Louis Stevenson; o la Anna Karenina de Leo Tolstoy; o Victor Frankenstein y su criatura, inventados por una mujer, Mary Shelley; o el detective Poirot de Agatha Christie; o el comisario Guido Brunetti de las novelas venecianas de Donna Leon; o el Heathcliff de Emily Brontë; o el Harry Potter de J.K. Rowling. Y Kafka no era un insecto, como su Gregor Samsa de La metamorfosis; ni Anna Sewell un caballo, como su protagonista Bessie de Belleza negra; ni Jack London un perro, como el Buck de La llamada de lo salvaje. Sin ir más lejos, porque la lista es infinita. Así que déjennos en paz y déjennos fingir, jugar e inventar, por favor.


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