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Contar el duelo

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¿Puedo hablar de algo importante? Importante para mí, claro: no tengo ningún otro medidor de lo importante que preguntar «al hombre que siempre va conmigo», como diría Antonio Machado. Si pierdo este referente y me guío por lo que se encumbra a mi alrededor, tendría que considerar importante la rivalidad televisiva entre Motos y Broncano. Criaturas, Dios les bendiga a ambos. Si me preguntan que a cuál prefiero diré que a los dos por igual, siempre que no me obliguen a ver el programa de ninguno. Para mí, eso es lo importante del asunto, no tener que padecerlos: ni a ellos ni a quienes escriben o discuten sobre ellos. Y si puedo hacer extensivo este rechazo al ínclito Sánchez y sus marranadas, al evanescente Puigdemont, a Puente el levadizo, a los empecinados separatistas, a Yolanda la que tanto anda, a los que nos agobian día y noche deplorando que sus identidades caprichosas (basadas en qué agujero de sus fofos cuerpos prefieren cultivar) no reciben el debido encomio del mundo mundial… pues celebraría mucho esta renuncia.

Abro el periódico cada día o veo las telenoticias porque he sido educado en tales vicios, pero a cada momento siento irrefrenables ganas de gritar «¡no me interesa!, ¡no me interesa nada!» y, sin embargo, sé que estoy viendo lo más interesante de la actualidad. La actualidad tiene que tener razón, el equivocado debo ser yo. ¿Cómo no van a ser interesantes Broncano y Motos, con la de dinero que ganan, y los señores racializados que juegan al fútbol, y los enérgicos bandidos que nos dan órdenes o sustos desde sus sillas gestatorias? Todo eso es lo interesante, pero yo no quiero hablarles de tales cosas, abomino de esos temas. Mañana quizá volveré a hablar de ellos, a entretenerles a ustedes parloteando sobre lo de siempre, pero hoy no, perdónenme. Hoy voy a escribir sobre lo que considero importante.

Hace dos años, casi día por día, murió Javier Marías. Fui amigo suyo y con el tiempo cada vez más devoto lector. Me acuerdo de él con frecuencia porque su fallecimiento me pilló tan por sorpresa que todavía lo estoy digiriendo: aún no lo tengo del todo clasificado como muerto, es decir, como ya definitivamente irrecuperable, lo considero a veces como disponible, como consultable, como interlocutor válido. Cuando oigo sonar su nombre, dentro o fuera de mí, una voz todavía contesta «¡presente!», y debo hacer un acto de cordura para archivarlo donde corresponde, junto a tantos otros seres queridos a los que ya no podré volver a recurrir.

Fueron indispensables o me lo parecieron, pero ahora ya sé que debo hacerme a la idea de vivir sin ellos. Después de todo, ¿no consiste precisamente en eso el transcurrir de nuestra vida? Ir apegándonos, aferrándonos a personas insustituibles de cuyo afecto y cuidado dependemos pero de las que vamos resignándonos a prescindir porque con el tiempo van cayendo como cáscaras vacías que ya no pueden cubrirnos ni defendernos. De manera cada vez más torpe y menesterosa vamos remendando los desgarrones, minimizando las pérdidas, tratando de no ver su enormidad hasta que ya todo figura en el censo de ausencias, hasta que sólo queda despedirnos de lo que aún somos y ausentarnos de nuestro yo. En fin, caramba, no quería dejarme resbalar hasta el fondo. Sólo quería decir que a Javier lo echo todavía de menos porque no me he acostumbrado del todo a su pérdida.

Sé por experiencia propia que es muy difícil evocar con hondura el pesar de una ausencia que ha trastocado nuestra vida. Lo sentimos demasiado para poder expresarlo bien. Diderot escribió sobre la paradoja del comediante: el mejor actor no es el que se penetra completamente y vive su papel, sino el que lo ve con distancia y sabe fingirlo con el arte debido. De igual modo, los mejores versos de amor los escriben poetas que inventan a su amada y poner en palabras el más íntimo dolor exige primero secarse bien las lágrimas. Por eso he leído con admiración Duelo sin brújula de Carme López Mercader (ed. Reino de Redonda). Ella fue la mujer de Javier Marías y ha escrito este breve libro como rememoración y despedida de una brusca pérdida que ya la marca para siempre.

«Lo que importa en este relato no es la calidad humana del ausente sino la vivencia del duelo, con sus altibajos abrumadores»

Es una obra de rara perfección, conmovedora pero no conmovida, que no pretende ser ante todo una semblanza de Javier, el escritor y el hombre público, sino contar desde dentro lo que se siente al perder una compañía esencial. Lo que importa en este relato no es la calidad humana del ausente (basta haber sido amado para que cualquiera sea insustituible) sino la vivencia del duelo, con sus altibajos abrumadores, el rebote inane de las palabras de consuelo estereotipadas, la inalcanzable distancia a la que se va quien siempre tuvimos más cerca.

El libro de Carme López Mercader me ha hecho revivir –por no decir remorir– mi propio duelo, que es el de todos quienes padecen de veras la radicalidad de la ausencia. Habrá quien no lo entienda del todo, en su entraña misma, por no haber vivido lo suficiente. Por eso decía mi amigo Cioran que hablar con alguien que no ha sufrido de veras es perder el tiempo. Con este libro se cierra la colección Reino de Redonda, que ya es mítica para los lectores de buen gusto y para quienes estamos vinculados sentimentalmente a ella. Gracias por tan hermoso broche para cerrarla, Carme.

¡Ah, y no se preocupen que el próximo día volveré a escribir sobre esas cosas que se consideran importantes! Sobre Broncano y Motos creo que no, sería mucho pedir, pero me dicen que hay que discutir la bicicleta como medio de transporte progresista. Pues nada, a ello me pongo…

Duelo sin brújula
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