Cuentan que el poeta romántico alemán Jean Paul (1763-1825) fue el primero en atisbar la muerte de Dios en una pesadilla que le asaltó por sorpresa. Hablar de la muerte de Dios –un tema que recorre con múltiples variaciones la experiencia estética del XX– es referirse a un silencio definitivo, que ha quedado impregnado, quizás para siempre, de los efectos del nihilismo. No se trata ya de un silencio expectante, y menos aún esperanzado, sino derrotado, sin futuro. «Cuando el Cordero abrió el séptimo sello» –leemos en el capítulo 8 del Apocalipsis–, «se hizo un silencio en el cielo como de media hora».
Ingmar Bergman rodó una de sus películas inmortales precisamente bajo este título: El séptimo sello, la media hora del silencio de Dios en el día de su muerte. A lo largo de sus películas, Bergman posó su mirada sobre este vacío y meditó acerca del significado de la ausencia, que es como hablar del sentido último de la soledad. Sin Dios, el hombre se encuentra solo y carece de referencias últimas, también en lo moral. El silencio nihilista que se inaugura con la apertura del séptimo sello, con el sueño profético de Jean Paul, es el silencio de nuestro tiempo.
El escritor francés Pascal Quignard, galardonado con el Premio Formentor de las Letras 2023, habita este silencio perturbador. En una ocasión, hace ya años, escribí lo siguiente sobre él: «Se diría que la escritura son variaciones sobre el misterio del Sábado Santo, un silencio que turba y delimita la extensión de nuestra ignorancia. Al leer, traspasamos ese misterio en busca de una solidez oculta bajo el velo de las palabras. Pascal Quignard, el más grande escritor europeo de hoy, bucea entre las sílabas como quien se adentra en una fosa que nos acoge –y nos alumbra– en el seno de una ausencia». Por supuesto que fracasa en su intento, como fracasan todos los intentos de hallar en el espanto un venero de vida; pero eso no reduce la fascinación. La mía es antigua, desde que en El sexo y el espanto (y, de hecho, en sus ensayos más que en sus novelas) descubrí una voz tan afilada como culta; una voz furiosamente ascética, digna del abad Rancé, que causa estupor por su nihilismo.
«Quignard es uno de los últimos representantes de Europa»
Durante años defendí que era el escritor europeo más importante y, si no pienso hoy exactamente lo mismo, es porque he aprendido a dudar de la rotundidad de mis juicios. Poco importa. La suya es una literatura original, sin claros precedentes y, al mismo tiempo, profundamente enraizada en la historia, capaz de descifrarla con la mirada de la gran cultura, ensanchando de este modo nuestro tiempo y nuestras vidas. Porque Quignard es uno de los últimos representantes de Europa, como antes de él lo han sido Ratzinger y Spaemann, Miłosz y Brodsky, Heaney y Tranströmer, Bergman –por supuesto– y Dreyer, Furtwängler y Kubelik, Sebald y Marías; y ahora lo pueden ser Magris, Modiano, Llop, Sokolov o Mosebach. Cada uno con un rostro muy personal, con una voz muy marcada. Unos, hijos del nihilismo; otros, no. Siempre al fondo, como un vagabundo entre las ruinas o un caballero de la fe luchando por sus ideales, la gran cultura, que es todo lo contrario a la cultura en minúscula, a la cultura de las identidades o de las ideologías.
Maestro de la lectura atenta que rastrea en los silencios libro tras libro, Quignard ha construido un universo literario donde penetra hasta lo más hondo en la conciencia de sus lectores, situándolos ante el abismo que se abre con el séptimo sello. Apunten algunos de sus títulos, además de su imprescindible ensayo El sexo y el espanto: Los pequeños tratados, El odio a la música, Las sombras errantes –o cualquier otro tomo de sus diarios–, El amor el mar, Todas las mañanas del mundo, Las solidaridades misteriosas, por citar unos cuantos. Su obra es infinita y minúscula, fragmentaria como los fósiles de un mundo muy antiguo y a la vez muy nuevo, no dicho anteriormente. Su obra es el privilegio de un escritor llamado a perdurar.