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Literatura y conocimiento

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No creo que sea exagerado afirmar que la literatura y las humanidades, es decir, la calidad de lo que significa ser humano, además de su estudio mediante las lenguas, la música, la filosofía, la historia o el arte en general, se aprecian cada vez menos. La actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros según la definición del DLE, además del humanismo en general, es decir, la valoración de lo humano y la libertad de expresión que se han asociado tradicionalmente con estas actividades humanas y con nuestra presencia en el mundo, ya no se tienen en tan alta estima. 

Defender por tanto la importancia de la literatura hoy día puede parecer presuntuoso, vano o incluso reiterativo, esto último porque no es del todo infrecuente. Sea como fuere, dado que esta devaluación tal vez no sea sólo un síntoma del mundo en que vivimos sino asimismo una causa determinante, quizás nunca antes haya sido tan necesario recordar que es precisamente la literatura y el arte en general los que mejor nos han permitido explorar la realidad y el mundo, además de imaginar y comprenderlos, de forma sutil y fundamentada, en toda su notable, enmarañada, maravillosa complejidad.

Se suele argüir que la literatura y la ficción en particular nos permiten trascender la insuficiencia de nuestra limitada existencia individual, vislumbrar otros mundos y vidas o nuestras propias vidas posibles, vidas que hubiéramos podido vivir, y hasta vivir otras vidas de forma vicaria. Y esto último precisamente no es un decir: en años recientes la neurociencia está demostrando lo que los lectores siempre han intuido, que, de hecho, es cierto eso de que vivimos otras vidas mediante el mundo de la representación. Las novelas, el cine, las series de televisión o incluso los juegos de ordenador captan a los lectores o a los espectadores, nos envuelven, nos conmueven, precisamente porque ver a otros seres humanos vivir sus vidas en un mundo representado, verlos experimentar dolor, alegría o sorpresa hace que nosotros también sintamos idénticos dolor, alegría o sorpresa. ¿Por qué? Pues porque todos aquellos componentes del cerebro que están implicados en la experiencia emocional del dolor, por ejemplo, se activan asimismo en el lector o espectador: es decir, leer que otra persona siente dolor y padecer dolor uno mismo usan exactamente las mismas redes neuronales en el cerebro. Y esto no es sino la base de la empatía. 

«La literatura y el arte nos han permitido explorar la realidad y el mundo»

En su libro titulado The Brain (El cerebro), David Eagleman explica lúcidamente que empatizar con otra persona significa experimentar precisamente su dolor; uno lleva a cabo una simulación convincente de lo que uno sentiría en esta misma situación. Nuestra capacidad para efectuar tales simulaciones es la razón por la que las historias (las películas, las series de televisión o las novelas, por ejemplo) sean tan absorbentes y tan abundantes en la cultura humana. Acabamos experimentando la misma agonía o el mismo éxtasis que un completo desconocido o un personaje ficticio, nos convertimos en ellos de modo mutable, vivimos sus vidas y adoptamos su punto de vista, mantiene Eagleman. Cuando vemos sufrir a otra persona podemos intentar convencernos de que esto no va con nosotros, de que es su problema, pero hay neuronas profundamente integradas en nuestro cerebro que niegan la diferencia, no distinguen entre el yo y el otro.

Portada del libro

Esto es algo que en cierta medida forma parte del repertorio de cosas que hemos sabido desde el advenimiento de las historias, que la literatura y otras formas de representación nos han enseñado. La ciencia, que normalmente está a la zaga de la literatura y el conocimiento que nos proporcionan las artes en general, se pone al día, recupera terreno y explica científicamente, esto es, en sus propios términos y discurso, un conocimiento que poseemos desde que entramos en contacto con literatura, historias, arte.

«Quizás no sea descabellado afirmar que la literatura conoce el mundo desde antes de que la ciencia lo demostrara»

 Y la ficción en especial, también hace posible, como adujo Javier Marías en su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 2008, algo que no se puede hacer en otros ámbitos, a saber: contar una historia cabalmente, enteramente, fijarla sin peligro de rectificación, a diferencia de lo que cuentan cronistas, historiadores, biógrafos «y demás esforzados de la narración abocados a fracasar», cuyas narraciones siempre son provisionales o incompletas, como las de los propios científicos, que dentro de unos años se verán revisadas, enmendadas, corregidas, superadas. De hecho, añade Marías, paradójicamente sólo se puede contar así lo que nunca ha sucedido, sólo eso es completo y definitivo para siempre. Por tanto, Ulises siempre vuelve a Ítaca al final; Don Quijote siempre carga contra los molinos; Porthos siempre sucumbe al peso de las rocas en la gruta de Locmaría; y Lucas Corso no deja de sobreinterpretar las pistas, mientras que Sherlock Holmes no lo hace nunca. Y la existencia perpetua de Ulises, Don Quijote, Porthos, Corso o Holmes es la razón por la que se ha dicho que la literatura otorga inmortalidad.

Pero la literatura también nos permite reflexionar sobre el mundo en general, sobre el pasado, el presente y el futuro, además de sobre nuestro mundo y circunstancias particulares. Hace que nuestra existencia sea más llevadera. Nos proporciona memoria y conocimiento, un conocimiento que no podemos adquirir de otra forma, aunque siempre lo hayamos buscado en las ciencias o en empresas menos científicas. La literatura ha proporcionado siempre tantas respuestas sobre nuestro mundo como la ciencia; es más, ha anticipado tantos de los presuntos descubrimientos científicos. Por tanto, quizás no sea descabellado afirmar que la literatura conoce el mundo desde antes de que la ciencia lo demostrara. Estas son algunas de las razones por las que se ha dicho que el mundo depende de sus relatores.


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