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Lo importante de Rosa Regás

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Hace un rato, con esta luz de julio en un pequeño pueblo de Segovia, cuando termina la tarde y hemos regresado del paseo camino al gin tonic en el jardín, me llega la noticia de la muerte de Rosa Regás. Vivió más que bebió. Vivió mucho, bebió menos pero nunca pasó sed. Cuando estuvo en esta casa, un poco antes de la celebración de sus 70 años, también antes de su activa retirada en Llofriú- tan cerca tan lejos de Pla– se fijó en un viejo edificio de adobe, un granero de altos techos y se empeñó en comprarlo. Me encargó la negociación. No supe hacerlo. No conseguí el precio que Rosa quería pagar. No volvió por aquí pero siempre la recordamos como la vecina que hubiéramos querido tener.

Sí que conseguimos para ella un buen alquiler para su época madrileña. En realidad lo consiguió mi amigo, diseñador y escribidor Vicente Alberto Serrano, que se había enterado del alquiler del ático colindante con el suyo. Rosa se enamoró de ese ático de Chamberí, vecino al amigo bibliófilo y, con su capacidad seductora, convenció a los dueños para alquilar a un precio envidiable. Así era. Arrolladora, seductora, simpática pero sin concesiones ni disimulos. Era fuerte y tierna, siempre joven aunque llegaran las arrugas, los nietos, los éxitos, los libros, los cargos y finalmente la feliz fuga al Ampurdán.

Cuando la conocí en el Madrid de los ochenta ya era un mito. Su editorial, La Gaya Ciencia, se permitía el lujo de publicar a los mejores y menos vendidos, entonces, de nuestras letras: Benet, Pombo, Álvarez, Marías, Azúa, tan interesantes pero poco, nada, comerciales. Y, con sagacidad y buenas recomendaciones hizo una colección de libros de pequeño bolsillo que compramos todos los que queríamos saber un poco más qué eran los fascismos, la izquierda, la república, la dictadura, la iglesia, la democracia… escritos por los más interesantes desde Vázquez Montalbán a Benet, de Haro a Aranguren.

Un éxito de aquella pelirroja de la gauche divine, muy cercana a Carlos Barral, que enamoró al grupo del boom-decía Gabo poéticamente: «Rosa Regámarquezs, que buena estás», aunque que creo es de la autoría de Pepe Esteban-, a la  generación del alcohol y a los que iban por libre al Bocaccio de Barcelona -su hermano Oriol era el capo-, a los asiduos al Bocaccio de Madrid o a los habituales de otros garitos de las noches de risas, libros, libres y copas. Así fuimos.

La conocí una noche en Oliver, el bar de Marsillach y Jorge Fiestas de la calle Almirante. Allí estaba pecosa, pelirroja, divertida y ya mítica, en compañía de Benet y de Eduardo Chamorro. Desde entonces no me desprendí de su amistad, de su cercanía y de su complicidad que soportaba todas las discrepancias, las diferencias o los desacuerdos.

Sin filtros

En confianza me contaba hazañas de su vida libre. Después de haber tenido un matrimonio clásico con un ilustrado burgués de Barcelona, después de cinco hijos, ella quería volar más. Una de sus historias de vuelos fuera del matrimonio me la contó una noche de cenas y amigos. Ya era amante más o menos oculta de Benet, pero todavía no estaba divorciada, y después de unos días de felices fugas en Canarias, volvió con ese color de morenos y pecas de las pelirrojas.

El marido, tranquilo, educado y con fundadas sospechas, la comentó: «Muy morena vuelves de esos días en Bilbao, no sabía que el sol vasco fuera tan fuerte». Ella se encontró cazada pero no quiso confesar la verdad, lo que le ocurrió como excusa fue: «Es que volvimos en una avioneta descapotable». La separación no tardó en llegar.

Libre, sin prejuicios, sin simulaciones y con su desparpajo vital, otra noche de fiesta de amigos, conmigo presente, le preguntó al poeta Ángel González: «¿Tú y yo hemos follado?». El siempre caballeroso poeta, sin dejar de beber su whisky,  contestó: «Seguro que no. Yo no me hubiera olvidado».

Así era Rosa, genialmente atrevida, sin filtros cuando estaba con amigos. Tardó mucho en escribir pero supo sacar partido a su escritura cercana, culta y popular. Comenzó con una guía, Ginebra, todavía muy útil e interesante para los viajeros y exiliados catalanes en general. Siguieron novelas y éxitos, premios y cargos, intervenciones en televisión, columnas, jurados, bolos, viajes.

Pasión

Se convirtió en un personaje público sin rendirse, amable y tozuda, supo triunfar por su desparpajo que no estaba exento de atrevimiento. Incapaz de arrepentirse de errores que eran producto de su pasión más que de su reflexión o su conocimiento, llevaba consigo una mujer libre que no había tenido problemas importantes en su vida desde su vuelta infantil de un exilio francés.

Siempre le reproché que quisiera hacer desaparecer a Menéndez Pelayo cuando, siendo directora de la Biblioteca Nacional, dijo que había que quitarle por «fascista» y destacar a Machado. Creo que me entendió cuando le dije que Machado nunca lo hubiera permitido. Aquellos excesos le costaron campaña a la contra, con razones o con la sinrazón agresiva e intolerable, de un buscavidas de las letras que llegó a publicar en Abc, una columna donde aseguraba que en ese cargo «sus esfínteres» no sufrirían por poder usar todo el papel que allí se custodiaba. La biblioteca quizá no era su destino más adecuado pero mucho menos era la presencia de aquel columnista de un diario tan centrado.

Se retiró activamente al Ampurdán, con sus amigos, los burros, sus plantas, sus libros; cuidando de su jardín y sus amigos -recuerdo a la perfumista Azúa, tan amiga, tan complice-, sus hijos, nietos, familia y demás animales. Allí pasamos un fin de semana con los Serrano y los Rodríguez Lafuente. Le regalamos un Ginkgo biloba que cuidaba y nos mandaba fotos como si fuera un niño que estaba creciendo.

Hace unos días estuve cerca. Nos mandamos mensajes, me invitó a pasar unos días para charlar: «Si no vas deprisa, mi tiempo se apagará y es irrecuperable, como sabes. Muchos besos». Y recordé su felicidad, la que daba, sus cariños, sus risas, sus rosas. Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa. Ella era nuestra Rosa. 


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