Si el escritor Antoine Blondin fue un fiel corresponsal del Tour de France –sus fotos en el asiento trasero de una motocicleta de prensa siguiendo al pelotón son memorables–, la primera vez que oímos hablar de Bernard Pivot –director y presentador del popular programa televisivo Apostrophes–, fue de su pasado. Pivot, nos dijeron, no procedía del mundo de la literatura, no era un crítico literario al uso germanopratense, sino un comentarista deportivo, con afición lectora. Y lo de afición lectora se decía por comparación con España, donde no parecía imaginable que un comentarista deportivo fuera lector de Villamediana o Nabokov. Donde nadie hubiera creído entonces –hablo de principios de los 70– que pudieran compaginarse los goles de Kubala con las páginas del duque de Saint-Simon. Y menos aún –por eso se contaba con sorpresa y cierta admiración– que ese comentarista deportivo decidiera aventurarse con un programa de literatura que tuviera el objetivo de conseguir tantos telespectadores como cualquier carrusel deportivo. No sólo se aventurara, sino que lo consiguiera.
Apostrophes llegó a ser uno de los tres programas principales –de difusión y eco– de la parrilla francesa y adelantó por la izquierda, la derecha y el centro a los programas deportivos. «¿Por qué si el deporte interesa tanto no puede hacerlo –en el mismo medio, la televisión– la literatura?», se preguntaba Pivot. Y donde apenas nadie hubiera dado un franco, ganó por goleada.
Su programa lo seguían toda clase de lectores: editores, escritores, políticos, periodistas, funcionarios, tenderos, profesores y bancarios. En la pantalla, la capacidad crítica o apologética del lector medio educado en los liceos de la época producía unos resultados extraordinarios. Escritores apenas conocidos se convertían en alguien de la familia y los viejos tribunos de la literatura extranjera accedían a intervenir en el programa de Pivot como grandes estrellas invitadas. Todos hemos visto la magnífica entrevista con Vladimir Nabokov, donde el autor ruso, disimulando tras una pila de libros, lee sus respuestas mientras va bebiendo té de una taza y la taza es taza, pero el té es whisky de malta y la cosa va achispándose a medida que avanza la entrevista. Un caso paralelo al vaso de agua de Josep Pla en el programa A fondo de Soler Serrano donde el agua era ginebra y así acaba el gran Pla con ojos de chino y lengua de gato maullador.
Todos pasaron por Apostrophes y como había pasado Mitterrand pasó Felipe González –su apuesta por las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar había hecho época un par de veranos atrás–, acompañado por dos escritores de la entonces joven novela española: Eduardo Mendoza –que fue su intérprete con Reagan en la Casa Blanca– y Javier Marías, mientras Francia aportaba al hispanista Jean Canavaggio y a Marc Lambron (con los años, los tres escritores serían académicos de sus respectivas Academias de la Lengua y Canavaggio académico correspondiente de la nuestra). Creo que no exagero si digo que aquel programa, realizado en 1989, fue simbólicamente similar, en literatura española, al ingreso de España en la CEE.
«Sostenía Pivot que siempre se había situado ‘del lado del lector’ y que prefería ‘ser un hombre de influencia que un hombre de poder’»
Hace siete años Bernard Pivot tenía más de ochenta y parecía de sesenta: un hombre satisfecho con su vida y con el trabajo que le dedicó. Entonces capitaneaba un programa sobre ortografía francesas. Aquellos días yo vivía en Burdeos y recuerdo que una mañana, mientras desayunaba y leía Le Figaro, tomé algunas notas que trazaban un buen retrato del personaje en su vejez. Sostenía Pivot que siempre se había situado «del lado del lector» y que prefería «ser un hombre de influencia que un hombre de poder»– o que lo más importante en televisión era «la presencia: un cuerpo, una voz, una inteligencia…» para después añadir que había personas con gran dificultad oral –como Modiano, recordaba– que luego se lo pasan «maravillosamente bien» en la tele y en cambio otros que, sin esperarlo, son «catastróficos».
Citaba el caso de otro grande: el escritor británico William Boyd, cuyas novelas siempre me han gustado mucho. «Me había dicho –comentaba Pivot– que hablaba bien el francés y me encontré con un autor que, en directo, sólo lo chapurreaba». Boyd tiene casa en Francia y pasa largas temporadas en ella, pero… Y Pivot tuvo con él unos de esos detalles que caracterizaron su Apostrophes y lo convirtieron en un programa para todos que ha creado escuela, pero nunca su descomunal éxito. Habló de la novela de Boyd Como nieve al sol tildándola de «formidable» y entonces remató: «Si los que compran la novela se decepcionan yo les reembolsaré el dinero…» Se vendieron 150.000 ejemplares y sólo tuvo diez demandas de reembolso.
La influencia de Bernard Pivot, que murió la pasada semana, mientras los académicos franceses fallecidos lo recibían entre aplausos de agradecimiento.