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Javier Marías: el increíble hombre creciente

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No más Marías. Y lo que es peor: no más novelas de Marías. En la hora de la muerte de Javier Marías pienso en los días futuros en que no leeré sus nuevas novelas, esos días de meterse en su mundo y sus frases y enturbiarse con sus fantasmagorías; días de inestabilidad acogedora: inestabilidad del suelo prosístico y de los personajes en su deambular (afantasmado) por la vida y las palabras.

Marías, que fue el introductor de Thomas Bernhard en España, dijo cuando Bernhard murió que iba a reservarse su última novela, ‘Extinción’, para que le quedara «algo ‘nuevo’ de Bernhard en el futuro y en época de vacas flacas». Yo, caigo ahora, me he venido reservando sin pretenderlo los primeros libros de Marías. Los he leído todos a partir de ‘El hombre sentimental’ y me faltan los anteriores. Algo de Marías me queda, pues.

Me lo cruzaba a veces por Madrid y era muy bajito. Yo les decía a mis amigos que era el increíble hombre menguante. Es que, después de verlo tan bajito, mi admiración lo hacía crecer en mi memoria. Iba creciendo y creciendo hasta que me lo cruzaba de nuevo, y entonces me parecía aún más bajito que la vez anterior.

Pero en realidad fue el increíble hombre creciente. Quienes asistimos en directo a la secuencia ‘Todas las almas’–’Corazón tan blanco’–’Mañana en la batalla piensa en mí’ no podemos olvidar la impresión deslumbrante de agigantamiento. Fue una detrás de otra, un más difícil todavía, que se prolongó en ‘Negra espalda del tiempo’ y las tres entregas de ‘Tu rostro mañana’. De las de después, mi favorita es ‘Berta Isla’. Y de antes, también los cuentos de ‘Mientras ellas duermen’ y ‘Cuando fui mortal’, y los artículos de ‘Pasiones pasadas’ y ‘Vidas escritas’.

«La superioridad literaria de Marías estriba en que su prosa no es funcional y funciona; es artística y eso no interrumpe la novela sino que la fomenta»

Por decirlo así: la obra del novelista español culmina, con suerte, en una novela equivalente a ‘Todas las almas’. Unos pocos compañeros de generación de Marías alcanzaron algo así, obtuvieron reconocimiento por ello y ahí se quedaron. Alcanzaron su tope. Lo que venía después era inimaginable, y solo llegó Marías.

La sofisticación que introdujo causaba extrañeza y rechazo: signo de todo arte nuevo que cuestiona lo anterior y abre caminos. Tuvo la fortuna de que, a partir de ‘Todas las almas’, los lectores lo acogieron mientras no pocos castizos del periodismo y la literatura rabiaban. Estos sintieron que la prosa rara de Marías amenazaba su emplastes mermeladescos y sonajeriles. Lo de la prosa rara y extranjerizante es una tradición entre nosotros, la tradición de la antivanguardia.

La superioridad literaria de Marías estriba en que su prosa no es funcional y funciona; es artística y eso no interrumpe el avance de la novela sino que lo fomenta. No solo fue un gran novelista: fue también un gran escritor. Un escritor enorme. Operó en lo más difícil: la sintaxis. Y su gloria fue que le salió bien: su manierismo se vuelve naturalidad en cuanto uno se habitúa, y a partir de ahí hay riqueza, destellos, captaciones. Su escritura expresa justo lo que pretenden decir sus historias. La aleación cuaja y por eso produce vivencia.

Uno de sus temas fue el tiempo y tiene gracia cómo este ha jugado con él. Durante años fue «el joven Marías». Él mismo escribió un artículo divertidísimo sobre el tema. Y de pronto, sin saber cómo, pasó a ser considerado «un viejo cascarrabias». Por los botarates de los que se reía. Pero el tiempo, en un último movimiento (qué tío), se lo ha llevado a los setenta años. Vuelve a ser el joven Marías, porque se ha muerto joven.


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