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No se tomó Zamora en una hora

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El otro día, una amiga cineasta me comenta que se marcha a Zamora para el rodaje de una película suya donde se va a quedar medio año, y lo primero que me viene a la mente, por deformación profesional (soy profesor de Español), es el refrán «No se tomó Zamora en una hora», paremia que tiene su origen en el largo sitio de la ciudad por Sancho II el Fuerte o el Bravo en 1072. Recuerdo vagamente que había otros refranes que nos remiten a la ciudad y provincia de Zamora y consulto el Refranero general ideológico español de D. Luis Martínez Kleiser, obra magna con la que en 1953 éste recogió más de 65.000 refranes, y veo que, efectivamente, así es:

Todos duermen en Zamora;

Faltarán puerros en Zamora;

De una parte me cerca Duero, y de otra Peñatajada: no sé qué me haga («Habla Zamora», aclara Martínez Kleiser);

Fiesta zamorana, reloj y campana;

Zamoriña, pequeñina.

Ahora bien, no quisiera que los zamoranos se dieran por aludidos; esta columna no versa sobre ellos. Lo que me pregunté enseguida, después de recordar el primer refrán, es si han caído en desuso los refranes en general. Tengo la impresión de que sí, de que ya no se emplean tanto como antes. De estar en lo cierto, creo que esto supondría una gran pérdida, dado que los refranes se han considerado siempre, con razón a mi modo de ver, condensaciones de avisada experiencia y de sabiduría, como afirma el propio Martínez Kleiser en su prólogo al diccionario. O en palabras de otro refrán: «No hay refrán que no sea verdadero». Esclarecen prácticamente todas las facetas principales e imaginables de la experiencia humana. Y por eso se solía afirmar que «la persona que es curiosa tiene un refrán para cada cosa».

Monumentos del idioma

Pero, además, encierran unas verdades a través del vehículo de una forma poética de expresión que representa una especie de cristalización del lenguaje, del español, que sería una lástima perder. Son verdaderos monumentos del idioma, según algunos. Soy consciente de que hay mucha gente que los rehúye, muchos escritores y poetas, por ejemplo. Pienso en Javier Marías, Félix de Azúa (por citar a alguien de la casa) o Soledad Puértolas, entre muchos otros escritores de su generación en especial, en cuyos textos no solemos encontrar refranes. (Dicho esto, también es cierto que en los de otros de su generación, en cambio sí y a veces muchos: tal es el caso de las novelas de J. M. Guelbenzu, en particular su serie de crimen y misterio con la protagonista Mariana de Marco, que abunda en refranes, locuciones y modismos).

Porque tengo para mí que a partir de los años 60 y 70 particularmente, al empezar el proceso de modernización del país que luego se vería europeizado y transformado por completo a partir de la Transición en un tiempo récord y de manera asombrosa, el anhelo de muchos era rehuir lo castizo y lo tradicionalmente español en la forma de hablar, de escribir y, por extensión, de pensar, ya que esto era precisamente lo que se buscaba dejar atrás. Esto se daba asimismo, por supuesto, en generaciones anteriores, pero esta tendencia se vuelve más marcada a partir de los años 60. Es, por tanto, en cierta medida también una cuestión estética; la forma tradicional y folklórica del refrán no encaja con determinados tipos de escritura o de ser español. Por otro lado, el predominio de la vida rural que según Joaquín Calvo-Sotelo es la causa de la singular riqueza de refranes del español se ha visto reemplazado por el predominio de la vida urbana. «El caldo de cultivo del refranero ha sido siempre la tierra y no la fábrica», afirma el expresidente y miembro de la RAE en el prólogo a la segunda edición del diccionario de Martínez Kleiser.

Pero todo esto lo resume mucho más elocuentemente el propio Martínez Kleiser en el estudio preliminar a su diccionario cuando dice que los refranes no gozan de la estimación que merecen (ya en aquel lejano 1953), puesto que son mercadería intelectual de baratillo para algunos, pasatiempo banal para otros; erudición plebeya o guisote literario de figón. Y aunque nos insta a meditar la razón por la que se dice «Hombre refranero, medido y certero», sospecha que domina una convicción contraria: «Gente refranera, gente embustera». Sea como fuere, yo más bien me inclino a pensar que «Los refranes son depuradas verdades», como dice uno de ellos, pese a afirmar muchos refranes una cosa y su contraria. Estas contradicciones no son sino el reflejo de las paradojas de la vida. Por ello me parece importante recordarlos y tenerlos en cuenta de vez en cuando por lo menos, especialmente si uno estudia un idioma tal como el español, tan rico como pocos en estas voces. Y aunque no llegaría a afirmar eso de «Quien refranes no sabe, ¿qué es lo que sabe?», sí recomendaría esto otro de «En tus apuros y afanes, pues, pide consejo a los refranes».


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