Anarquista conservador: tal vez esta sea la fórmula que se nos podría aplicar a algunos. Me sigo diciendo socialdemócrata, estimulado por la incomodidad o condescendencia con que lo reciben mis amigos liberales. Pero con ello corro el peligro de ser (¡enojosamente!) asimilado al partido socialdemócrata o a la prensa socialdemócrata, que han destruido la socialdemocracia en España: la socialdemocracia práctica, no la nominal, de la que aún presumen. Un buen socialdemócrata debería empezar por dejar de llamarse a sí mismo socialdemócrata en este país.
La fórmula la he reencontrado en uno de los libros que he leído estos días entre mis dos ventiladores (¡bendito vientecillo en estéreo!): Thomas Bernhard’s afterlives, sobre las pervivencias del escritor austriaco en la literatura contemporánea. Su influencia fue y es abundante. En esta obra colectiva, de 2020, se repasa las distintas lenguas y sale una nómina suculenta de bernhardianos: Elfriede Jelinek, Thomas Mulitzer, W. G. Sebald, Geoff Dyer, William Gaddis, Philip Roth, Susan Sontag, Imre Kertész, Hervé Guibert, Gemma Salem, Linda Lê, Italo Calvino, Claudio Magris, Elena Ferrante, Gabriel Josipovici y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya, entre otros.
Hay, por supuesto, un capítulo dedicado a España. La autora, Heike Scharm, da cuenta de la inesperada admiración de María Zambrano por Bernhard y se detiene en nuestros dos bernhardianos más destacados: Javier Marías y Félix de Azúa. Hay otro, el principal: Miguel Sáenz, traductor de toda la obra de Bernhard salvo la novelita Los comebarato, que tradujo Carlos Fortea; bien, naturalmente, pero en la que los bernhardianos sáenzistas nos irritamos al leer «a fin de cuentas» y no «en fin de cuentas», que es lo que escribe nuestro Bernhard, el Bernhard de Sáenz. La excelente prosa de Sáenz ha convertido a Bernhard en un escritor español, hasta el punto de que Azúa bromea con que Sáenz es el autor originario de los escritos de Bernhard y este solo su traductor al alemán.
Scharm, a propósito, relaciona a Bernhard con Goya (podría haber añadido a Buñuel), Valle-Inclán (su teatro es en verdad esperpéntico) y Pío Baroja. Señala los enfados y exabruptos protobernhardianos de este y analiza con brillantez las similitudes entre El árbol de la ciencia y Helada. Sobre el éxito del autor austriaco entre los lectores españoles, además de los paralelismos entre la historia de Austria y la de España, menciona la explicación de Sáenz de que los españoles han simpatizado con Bernhard porque este es un «anarquista conservador». Aquí alude al estudio de Maria Fialik Der konservative Anarchist.
«No se trataba de destruir el poder sino de prevenirse contra él, de ofrecerle una cierta resistencia»
Puede ser. En la Transición algunos artistas e intelectuales se definían como «ácratas», que era una manera de tener un toque anarquista, un talante, pero sin programa político. No se trataba de destruir el poder sino de prevenirse contra él, de ofrecerle una cierta resistencia. Alentaba aquella frase de Borges: «Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos». Pero como una hipótesis moral más que utópica; desde luego, sin esperanza real. Una diferencia del anarquista conservador con el revolucionario es que este tiene fe en la humanidad; será por eso que le corresponde también su parte en el cupo de matanzas.
El viejo espíritu anarquista, enseñado por la realidad, escarmentado por la experiencia (como víctima y victimario), concluye o acepta conservadoramente que su ideal, pese a su desconfianza por las instituciones, que mantiene, está presente de algún modo en ese sofisticado entramado político que es el Estado de derecho. Descree de la supresión del poder, pero piensa que es posible su control. Aunque siempre provisionalmente, en milagros tibios pero efectivos que pueden durar algunos años, algunas décadas (cuatro o cinco llevamos en España). Quizá no más.