Al gran Javier Marías le irritaban especialmente las obras públicas que, año tras año, vienen colapsando las ciudades. Se levantan calles y aceras, se rehacen plazas –la mayoría de veces de forma innecesaria–, se quitan o se añaden aparcamientos, se construyen túneles y rotondas, se sustituye el ADSL por la fibra óptica, se anuncian Juegos Olímpicos o Copas Davis y así un largo etcétera. A Marías le molestaba el ruido en Madrid –hay pocas cosas más infernales que el traqueteo incesante de la maquinaria de construcción– y al conductor le enojarán los atascos que ocasiona este laberinto de zanjas y cunetas. Se diría que la política moderna no es más que una campaña electoral que se financia con el déficit y la mampostería industrial. En 2023 celebraremos de nuevo elecciones y ahí están las obras para recordárnoslo.
Cada cuatro años, los alcaldes nos recuerdan que somos un país dejado de la mano de Dios. Todo está por hacer, precisamente porque lo que se hace ahora hay que rehacerlo al cabo de muy poco tiempo. La relajación de los criterios para mantenerse en el euro se encarga del resto. De repente hay dinero para todo lo innecesario, porque no se va a desaprovechar la coyuntura: se cambian muebles en buen estado: estanterías, bancos, mesas; también ordenadores y demás artilugios con obsolescencia programada. En el futuro, alguien lo pagará (supongo que nuestras pensiones). Se pica el asfalto ya no se sabe muy bien por qué ni para qué, con el agravante de que ahora las obras se eternizan. Dicen algunos entendidos que es debido a la falta de suministros chinos; otros, a la falta de personal que quiera trabajar (o que sepa hacerlo bien); otros, en definitiva, a unos concursos públicos que benefician siempre la propuesta más económica frente a la que ofrece mayores garantías. Mi experiencia es otra. Mi experiencia es que, con la llegada de la alta tecnología –y el notable abaratamiento de costes laborales–, los servicios funcionan cada vez peor –ya sea en lo público ya en lo privado– y aquí debemos incluir la construcción. Dicho así, todo eso a uno le entristece porque voy cayendo en aquel pesimismo de nuestros padres, que es el de nuestra historia. «Los años han pasado» –afirmaba Pla en su Calendario sin fechas, al cumplir la cincuentena–. «Hemos envejecido. Las ilusiones… ¿dónde están las ilusiones? Se han desvanecido, como, en general, se ha desvanecido la cocina. El resultado: precario, escaso, ridículo». Yo, que todavía no he llegado a los cincuenta, voy cayendo sin querer en lo mismo. Este país (es decir, nosotros) tiene poco remedio.
«En Suecia las obras públicas no sirven de escaparate electoral para los políticos»
Este verano, que lo pasé en Estocolmo con mi familia, me maravillé al constatar tres virtudes escandinavas: el silencio, amable y acogedor, por un lado, y el aspecto antiguo de sus calles, bares, museos y bibliotecas, por otro. Una antigüedad, entiéndase, aseada y en perfecto estado de conservación. Me dije: para esta gente la austeridad es cosa seria. Por último, resultaba evidente de que en Suecia las obras públicas no sirven de escaparate electoral para los políticos. El comercio, la energía, la industria está en manos privadas, bajo la vigilancia de un Estado benefactor que actúa como red de seguridad ante las dificultades de la vida.
A Javier Marías le irritaban con razón las calles levantadas, que resumen sencillamente la improvisación interesada y una pésima planificación. Estoy seguro de que le seguirían enojando otras muchas decisiones del día a día que empujan a una deshumanización cada vez mayor. Los hombres necesitan tranquilidad y seguridad: una geografía de los afectos que se construye con la rutina. No es mucho pedir a los políticos que se dejen de tanto gasto innecesario y de tanta publicidad huera.