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Juan Benet, notas (minúsculas) de una gran vida

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Juan Benet Goitia (1927-1993) aspiraba, igual que casi todos los autores que le interesaron en su condición de lector obsesivo, a ser un escritor con eso que se llama grand style. Dueño de una escritura capaz de provocar emoción a través del lenguaje. La expresión no se refiere, necesariamente, a una prosa de cincel, floreada, cargada de adjetivos o presa de las espirales metafóricas. Hablamos de otra cosa: convertir una narración en un hecho memorable y levantar (desde la nada) un mundo ficticio y autónomo que, aunque pueda remitir a la realidad concreta, cobre vida gracias a la magia del artificio verbal. En determinados libros –Volverás a Región, Herrumbrosas lanzas, la barojiana de Otoño en Madrid hacia 1950, quizás también en la incomprendida Saúl ante Samuel– consiguió alcanzar este grado de persuasión retórica, no sin pasar antes por un intenso proceso de aprendizaje o destilación.

Del Benet escritor se ha escrito mucho por dos razones. Primera: está considerado, incluso ahora, tres décadas después de su muerte, un escritor para escritores. Para las editoriales de su tiempo, el periodo que discurre desde los años sesenta hasta comienzos de los noventa, Benet no era un autor demasiado rentable y menos aún un superventas, a pesar de quedar finalista del Premio Planeta debido a una apuesta. Se le tenía por una firma (literaria) de prestigio. Un raro que iluminaba, sobre todo, a sus iguales: otros raros. De ahí que, junto a sus cualidades estrictamente técnicas, su consideración artística tenga bastante que ver con su imagen pública. De alguna manera, esta segunda contribuyó –y no en escaso grado– a que se conociera la primera. Benet no sería lo que es sin la insigne estirpe de los benetianos.

Huérfano temprano de padre –su progenitor fue asesinado por milicianos republicanos en el Madrid de la Guerra Civil, materia de sus mejores libros– y alumno del Colegio del Pilar, el escritor madrileño, bajo su supuesta fama de huraño e impertinente caballero, se codeó con casi todos los nombres –no siempre santos, ni tampoco nobles– de la política y la literatura del tardofranquismo y los primeros compases de la democracia. Su perfil no es uno, sino, por decirlo en términos teológicos, trino. Y, al menos para muchos de quienes lo conocieron de primera mano, cercano a la leyenda.

El periodista J. Benito Fernández se ha dedicado a desentrañar a fondo la jungla de sus múltiples vidas, porque Benet tuvo varias –fue ingeniero, novelista, polemista, también algo político–, en El plural es una lata (Renacimiento). Más que una biografía stricto sensu, Fernández ha escrito un extensísimo y esforzado trabajo de documentación para reunir, cronológicamente, los registros y avatares de una vida con el mismo método usado ya en otros trabajos suyos anteriores, como los dedicados a Ferlosio –El incógnito Rafael Sánchez Ferlosio–, las dos ediciones de su tratado sobre Leopoldo María Panero, poeta desquiciado y colosal, o su aproximación a ese escritor de obra escasa y vida moderna, que fue Eduardo Haro Ibars. En todos estos libros pueden encontrarse, al igual que su meticuloso rastreo sobre Juan Benet, un verdadero caudal de datos, fechas, personajes, detalles íntimos y documentos.

Cabría preguntarse si el rigor y la dedicación benedictina que mueve a Fernández al trabajar a los personajes de sus biografías sirve a los lectores. Dependerá, claro está, de la expectativa de cada cual. Si lo que se busca es un acta de hechos, sin jerarquizar entre los trascendentes de los banales, sin duda, las biografías de Fernández serán útiles. El plural es una lata es un libro para los muy cafeteros. En cambio, si lo que se persigue es una interpretación de cómo la vida de Benet alimentó su literatura y cruzar los puentes entre ambas la respuesta es dudosa. Fernández escribe relaciones –a la manera de los cronistas de Indias– sobre determinados escritores con una exactitud que se acerca lo obstinado. Sin duda, es de agradecer. Pero esta misma fortaleza –la documentación debe ser el punto de partida del trabajo de un biógrafo, pero no necesariamente su único desenlace– es también la causa de que algunos de sus retratos vitales sea excesivamente fríos, igual que el acta (con timbre) de un notario.

Ruptura con Martín Santos

El libro sobre Benet, igual que los anteriores, está cargado con un exceso de datos absolutamente prescindibles, a veces muy anecdóticos, que dilatan en exceso la narración, convirtiéndola en determinados pasajes en una interminable sucesión de registros sin demasiada enjundia. El conjunto, por tanto, es irregular y desmerece el esfuerzo del propio autor, que otorga casi la misma importancia a la trayectoria de Benet como ingeniero que como novelista. No obstante, entre la documentación que aporta Fernández hay episodios de valor, como la epístola en la que el escritor madrileño muestra, sin concesiones a la diplomacia, su distanciamiento con Luis Martín-Santos, con quien firmaría un libro de relatos –El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg)–, cuya amistad degeneró en competición y, al final, en una ruptura rencorosa.

A juicio de Benet, Tiempo de silencio era una obra fallida y «costumbrista». Martín-Santos consideró mejorable Nunca llegarás a nada, el libro de relatos (autoeditado) con el Benet debutaría en 1961. Los aciertos de la monografía de Fernández son la contextualización histórica, que se enriquece con los detalles de su relación con un Dionisio Ridruejo crespuscular, y la contención con la que se aborda la vida sentimental de Benet y, en especial, la tragedia del suicidio de su primera esposa, Nuria Jordana, o la muerte de su hermano Paco.

El escritor madrileño, que ambicionó ser dramaturgo en sus comienzos, tenía excelentes dotes teatrales para la vida social. De ogro, nada. Gracias a ellas ejerció una suerte de mandarinato generacional –Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Javier Marías o Molina Foix lo consideran uno de sus imprescindibles– y político (tuvo estrechas relaciones con parte de la intelligentsia socialista, en su mayoría los hijos díscolos de los vencedores de la Guerra Civil) entre las élites culturales de Madrid y Barcelona (donde Carlos Barral primero lo despreció y después le daría el Biblioteca Breve), en ocasiones al calor de sus relaciones sentimentales (Alicia Gimeno, Rosa Regàs, Emma Cohen, Pilar del Río, Blanca Andreu), que eran con frecuencia simultáneas.

La biografía de J. Benito Fernández es un vademécum (factual) de todo esto: viajes, amantes, pantanos, conspiraciones, negocios de construcción, las sublimes tardes con Wagner en la Colonia El Viso, las noches de fiesta en la casa de Zarzalejo, chistes, impertinencias y el alcohol con abstracciones de Gambrinus. En definitiva, la región Benet.

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El plural es una lata
J. Benito Fernández
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