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‘Los espías no hablan’, la supervivencia como arte

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Frente a toda novela debemos preguntarnos quién nos está hablando y por qué lo hace. En Los espías no hablan la respuesta aparece en las primeras páginas: «A los dieciséis años yo aún no sabía ni cómo ni cuándo, pero ya había decidido que un día trataría de llenar el vacío gigantesco, el negro abisal en el que su ausencia me dejó». El narrador se refiere a su padre, Karel Holemans, un pintor belga exiliado en España en plena guerra mundial. Llegó a Madrid con 33 años, huyendo del acoso de los nazis a los templarios, después de haber perdido un hijo y haber alcanzado cierto éxito artístico. Tuvo, entre otras ocupaciones, las de espía nazi, contraespía, templario, pintor, bígamo y testigo de la última ejecución del franquismo. Además fue condenado a muerte por colaboracionista tras la guerra, vivió el lujo y la miseria, y fue padre a los 52 años del autor del libro. Murió pronto, apenas con 64 años, dejando cientos de preguntas pendientes. 

Conocemos mejor a los desconocidos que a nuestros padres. Y más cuando hay partes que oscilan tanto entre el brillo y la vergüenza. A veces a los ancestros les da pereza hablar, a veces les agota, casi siempre quieren protegernos o sienten vergüenza. O todo al mismo tiempo. Holemans razona el silencio de su padre en las primeras páginas y lo hace con una reflexión digna de Javier Marías: «Aún no sabía que los espías no hablan, y que, aunque quieran olvidar, no olvidan. Creo que es por eso que no hablan; hacerlo les llevaría a recordar más de lo que se puede soportar». Tal vez se refiera al colaboracionismo. Es una cuestión difícil y en el caso belga, como en el de sus vecinos franceses, se entremezclan quienes colaboraron con el invasor porque creyeron en lo que proponía, quienes quisieron lucrarse y quienes no tuvieron más remedio. No es fácil encajar a Karel Holemans en ninguna de esas categorías. 

Karel Holemans no era solo pintor paisajista, con un leve deje surrealista, onírico, decididamente extraño. Las nieblas que aparecen en su pintura también se muestran en su vida. Nunca, ni tan siquiera tras una investigación exhaustiva como la de su hijo, deja de ser un misterio. Es un personaje complejo, lleno de brillos y sombras, y es el enfoque del autor lo que le salva. Por un lado es un colaboracionista, por otro un héroe, que salva a toda su agrupación templaria del exterminio. Por un lado lucha a muerte por su familia, por otro es un mujeriego. Podría afirmarse que es salvado por el amor eterno que los hijos tienen a los padres, que tanto ayuda a que las zonas oscuras de sus vidas se iluminen y sean perdonadas.

Portada del libro

Tensión narrativa

El autor, contra lo que indicarían nuestros tiempos, no habla de sí mismo, ni siquiera de su relación con su padre. Tampoco aborda el proceso de investigación, como harían Cercas o Carrère. Solo aparece en las páginas finales, como un niño que contempla a un hombre que envejece demasiado rápido tras una vida llena del mayor lujo y la peor miseria. Las últimas páginas, que combinan la brutal ejecución de Heinz Chez con el declive del protagonista, son estremecedoras.

El gran mérito de Los espías no hablan no son solo las peripecias. No es difícil que nuestros padres tengan vidas asombrosas. Casi todos atravesaron la posguerra y situaciones imposibles. Lo complicado es contarlo con suficiente interés. Carlos Holemans lo consigue porque, más allá de la trama, es un excelente escritor. Reflexiona con acierto sobre temas fundamentales, como son la pobreza y su marca en la vida, y sus planteamientos pueden ser entendidos por todos. Cuenta con páginas que muestran un profundo conocimiento de la naturaleza humana: «No sé dónde se alojaba realmente mi padre en Barcelona, ni en qué lugares se encontraba con Carolina, ni cuánto tiempo duró su relación, si en algún momento llegó a ser algo más que la coincidencia de dos soledades tangentes».

Además de la profundidad del autor y de su capacidad para generar empatía, debe tenerse en cuenta la fuerza de un personaje que rompe con todo. Es capaz de superar mayores adversidades gracias a una resistencia y una intuición inverosímiles. Parece dotado de una extraña suerte, que roza lo paranormal, y le permite intuir el resultado de cada encrucijada, hallar la rama que le ayuda antes de caer por un barranco. La tensión narrativa se refuerza por la creación de una enemiga, como es la abuela. Su empeño en terminar con el protagonista ayuda a que la novela progrese, al situar al protagonista frente a auténticos desfiladeros. Curiosamente fue salvado por un falangista auténtico, de esos que consideraban que Franco era un traidor a los principios de José Antonio. En Los espías no hablan casi nada es como parece.

Ambigüedad

Acierta, por ejemplo, al mostrar el contraste entre el Madrid lujoso e incluso despilfarrador que vive el protagonista en los primeros días de su exilio, cuando aún dura la Segunda Guerra Mundial, y la crudeza brutal de la vida cotidiana. Llega a afirmar: «Según mi padre, Madrid, en el verano de 1943, era un paraíso con las tiendas rebosantes de manjares e iluminado por las noches como una gran metrópoli.  Esta afirmación resulta inaudita cuando la confrontamos con lo que relataban corresponsales de medios internacionales y diplomáticos de ambos bandos. Los madrileños de la posguerra sufrían un hambre dantesca». 

Si hubiera que encontrar una referencia creo que la más obvia es Ignacio Martínez de Pisón, y no solo por su última y magnífica Castillos de fuego, también por su habilidad para construir personajes ambiguos, en la fina línea que separa heroísmo y traición.

Es fácil lanzar juicios apresurados sobre Holemans y su trayectoria. Lo es porque conocemos lo que ocurrió, pero el protagonista, como todos los que participaron en la Segunda Guerra Mundial, lo ignoraba. O casi porque siempre se guardaba un as en la manga. 

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