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Corazón tan negro 

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Paseaba el lunes por un Madrid de los Austrias lleno de turistas y raperos que dan volteretas cuando me pareció ver a Javier Marías cruzando la Plaza de Ramales. Ponía cara de «qué he hecho yo para merecer esta ciudad, este barullo, esta política». Será el calor seco, pensé al despertar de mi bajada de tensión. A los catalanes -incluso a los que no tenemos estirpe y usamos dos lenguas propias- nos gusta acusar de inaguantable al clima de Madrid. Sentada junto a la estatua de Wamba, uno de los muchos reyes godos que adornan los jardines de la Plaza de Oriente, volví a la realidad y eché de menos al escritor español que siempre mereció el Nobel, al articulista que discrepó sin miedo de cualquier línea editorial, al autor de novelas inolvidables, al vecino cascarrabias.

He vivido durante años en la zona centro y compartía recorrido con Marías. Un día, casi chocamos, ambos inmersos en nosotros mismos. Al ver quién era, le saludé efusivamente. «¿Nos conocemos?», me preguntó. «Pues no», respondí azorada. En ocasiones, me ataca el síndrome del viejo conocido y saludo a personas a las que leo, escucho o me suenan de algo. No le conté que trabajaba en el Grupo Prisa, como él, ni le robé un minuto de su tiempo porque mi innecesaria cordialidad, heredada de la parte manchega de la familia Cullell, de repente se avergüenza y sale corriendo. 

Nuestro encuentro callejero sucedió un domingo mucho antes del covid. Solía empezar a leer la revista de El País por Zona Fantasma, título del espacio donde se publicaban los artículos de Marías. Es la única excusa que se me ocurre para justificar mi torpe atrevimiento. A partir de entonces, al cruzarnos, nos saludábamos. Javier movía ligeramente la cabeza, asintiendo al aire, y yo le respondía con una media sonrisa; aliviados ambos de no tener que hablar nunca más, contentos de haber convertido el encuentro en una educada rutina silenciosa.

Años después, al inicio del sanchismo, mi marido, varios colegas y yo misma empezamos a hacer porras sobre qué columnista díscolo o poco obediente de EP -el diario donde todos nos conocimos- resistiría más tiempo en el nuevo País. Aunque había otros y también reseñables, la lista de nuestros cinco principales era la siguiente: Javier Marías, Fernando Savater, Félix de Azúa, Carlos Boyero y Juan Luis Cebrián. La apuesta más alta era para Marías y Cebrián: «Con ellos no se atreven», creíamos. Perdimos. Sólo sigue Boyero, el crítico de cine más odiado por Almodóvar. 

Javier Marías, antes de ser sorprendido por la neumonía, puso su empeño en decir lo que pensaba de Pedro Sánchez, del independentismo, así como del nuevo feminismo podemita o de la destrucción inconclusa de nuestras ciudades. Utilizaba la fina ironía, el tono burlesco e incluso el insulto adecuado si la circunstancia lo requería. El escritor madrileño, casado con una señora catalana, era crítico tanto con Ada Colau, exalcaldesa podemita de Barcelona, como con Isabel Ayuso, actual presidenta pepera de la Comunidad de Madrid. 

«El fino análisis de Javier Marías se hizo indispensable para entender el sanchismo» 

Inolvidables e imborrables fueron dos artículos suyos, en consecuentes domingos y con el mismo título: Famosos imbéciles morales I y Famosos imbéciles II. El segundo lo dedicó casi entero a Sánchez: «El pecado original de los mayores imbéciles morales es juntarse con fulleros sin escrúpulos y chantajistas insaciables: los fulleros independentistas catalanes, los de Bildu, los de Podemos». Remataba el escritor sus palabras, subrayando que el presidente español contaba con «una pléyade de periodistas-felpudo que defienden a su Gobierno a todo trance». Qué actual parece hoy, lo que se escribía antes. 

Por eso, quizás, me entraron ganas de releer a Marías. Salí en busca de Corazón tan blanco, pues no recordaba el argumento, aunque sí el placer de la lectura de aquel libro que tanto gustó a los alemanes y le dio fama internacional. Encontré la última edición, la que hizo Anagrama para el 25º aniversario de su publicación, en una de las librerías de viejo que quedan en la capital. Me recordó el librero que el título se refería a las palabras de Lady Macbeth: «Mis manos son de tu color, pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco». Con esa frase, la esposa del famoso lord escocés, la incitadora del regicidio, expresaba su inocencia. Su mano no había ejecutado el asesinato del rey. En apariencia ella no es culpable, porque su corazón está blanco. 

La blancura a destiempo o fingida, intuía el bardo, era sinónimo más de cobardía que de ingenuidad. Marías siempre bebió de la tradición shakespeariana y nos la trasladó, actualizada, en sus textos. El fingimiento (no he querido saber, pero he sabido), la aceptación de las demandas (previo pago o pacto) que salvaguardan el poder, así como la necia aceptación del líder, sobrevolaron los últimos artículos de Marías. Su fino análisis se hizo indispensable para entender el sanchismo. 

«Del próximo estío, el de nuestro definitivo desencanto, sólo cabe huir»

Pretenden quienes hoy nos gobiernan, también quienes difunden sus mensajes y ponen alfombra a la impostura, que confiemos en la necesidad política de los pactos con Puigdemont y respetemos una amnistía que ya se aplica a quienes menos la merecen, que traguemos con una malversación buena y otra mala. «Todo sea por la pacificación y la concordia», claman los paniaguados biempensantes de una sociedad civil inexistente o silenciosa. 

Del próximo estío, el de nuestro definitivo desencanto, sólo cabe huir. Habrá que ponerse a la fresca, lo más lejos posible, y leer ficción de la buena. Marías debería salir de su tumba sin cruz, la del Reino de Redonda, para escribir la novela del verano, Corazón tan negro


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