En El rey Lear, tragedia que dio a Javier Marías algunos de sus títulos más celebrados, Edgar, hijo del conde de Gloucester, se dice a sí mismo en el acto IV: «Y aún puedo estar peor. No es lo peor mientras pueda decir: es lo peor». Quizá esta escena le vino a la memoria a Javier Marías hace unas semanas, cuando se vio ingresado en un hospital y el pronóstico de su ingreso no sonaba nada halagüeño. He llegado a lo peor de todo, se diría Marías, quizá estos son mis últimos días sobre el mundo. Y, como en la primera página de una de sus novelas, la noción fatal seguiría ramificándose en su cabeza, y se diría: pero nada es lo peor si podemos decir que lo es, aunque pensemos ya en el final terrible, aunque hagamos las disposiciones últimas que despiden una vida, y nos veamos sin voz mañana, silenciados como todas esas personas que sabemos silenciadas, porque las vimos morir o las conocimos como fantasmas; no, no es lo peor si podemos aún lamentarnos -razonaría Marías, armando una primera página que nunca leeremos-, si podemos aún temblar y emitir la queja del que vive la casi muerte, el espectro próximo, hay siempre esperanza si me oigo decirme que me pasa lo que me pasa, y mañana estaré vivo, y aun pasado mañana, para poder contar cómo fue casi morir, casi no poder decir ya nada nunca más, todavía mortal y no muerto, esto sí lo peor y por siempre.
No sabemos cuándo debemos darlo todo por perdido. No existe una costumbre de morir, sólo la costumbre de ver morir a los demás y ser el que lo cuenta. No siempre sabremos que es ahora, aquí, ya la propia muerte, y que el cuento lo seguirán contando otros.
Fue aquí, ahora, ya la muerte de Javier Marías, un domingo de septiembre. Siendo rigurosos, moría un mito.
Esta categoría es confusa, pues sobrepasa la de simple escritor de éxito, o muy prestigiado; no guarda relación con las ventas o las reediciones de novelas escritas hace décadas. Un mito es una anticipación histórica: moriremos y él seguirá vivo por sus obras, y convivir con él da cierto vértigo, porque es convivir con el mañana.
Cuando entrevisté a Javier Marías hace dos años, lo hice únicamente por conocerle. Iba hacia su casa, en la plaza de la Villa de Madrid, como si fuera al encuentro de Borges, John Lennon o Billy Wilder. Llegué pronto y fumé por los alrededores tratando de que se me ocurriera alguna pregunta. No quería hacerle ninguna pregunta. Quería verle, simplemente.
Porque el mito, por supuesto, es sólo una persona más que elige calcetines y tiene hora en el dentista. Uno va hacia el mito totalmente en su contra, por concluir que no era para tanto. El mito lo pones tú, la época, un azar de los acontecimientos, y la persona carga día a día con esa imagen excesiva, con ese halo incomprensible para alguien que, en realidad, se ha limitado a escribir novelas como tantos otros han escrito novelas, sólo que las suyas han cambiado el mundo.
«Cuando triunfó, digamos que con Corazón tan blanco, no se acomodó, sino que se propuso superarse, no tanto por competencia más o menos deportiva, sino por responsabilidad con el propio talento»
No se escribe igual desde que Marías publicó Todas las almas (1989) o Mañana en la batalla piensa en mí (1994); tampoco se lee de la misma forma. Por eso Javier Marías fue un gran escritor, porque había que escribir como él o contra él, y también había que leer ya notando si lo que leíamos era como él o contra él. Aborrecer la prosa de Marías era tan halagador para sus libros como venerarla. Era una prosa que estaba ahí en medio de la cultura española exigiendo que te posicionaras. Casi cualquier prosa te permite en general ignorarla.
Su muerte no es en verdad prematura, pues siempre se puede morir y, llegados a los 70 años, morir empieza a ser obligatorio. Por eso, si hubiera muerto con 90 años, la noticia me hubiera impresionado igualmente. Es la muerte de cierta vigilancia, de un tutelaje, de una garantía literaria: que por arriba tenemos a Javier Marías, y se supone que él sabe que esto de escribir tiene sentido, se supone que él aguanta el peso de la fama y la expectativa, y los demás podemos seguir aspirando a ser como él. Muerto, sólo podemos aspirar a ser como nosotros mismos, que no parece muy excitante.
Javier Marías fue, con toda seguridad, el mejor escritor español de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Aquí Juan Marqués ha dicho que «no era nuestro mejor escritor, pero era seguramente (sic!) nuestro mejor novelista», que suena como decir que no jugaba la Champions, pero ganó varias copas del Rey (seguramente). Nadie ha creado una prosa como la de Javier Marías. Es una prosa increíble. Nadie ha escrito nada que pueda igualar un página carismática de Javier Marías. No habías leído nada igual en tu vida hasta que abriste Corazón tan blanco o Tu rostro mañana. El idioma llegó con él hasta un nuevo sustrato, una nueva paleta de matices, una melodía que sólo emergió con Marías.
Explicar la prosa de Marías podría llevarnos un buen rato, o puede ser hasta sencillo. Tomemos un verso de Nabokov, de un poema que tradujo nuestro escritor. El verso dice: «You haven´t changed much since you died». O sea: «No has cambiado mucho desde que moriste». Suena feo. La traducción de Marías: «No has cambiado mucho desde que te vi morir». No tiene nada que ver. Es mejor, de hecho.
No tiene en efecto nada que ver la prosa española de Javier Marías con la prosa inglesa que le sirve de inspiración, Shakespeare, Henry James, Conrad, Nabokov, los que quieran. En sus primeros años de éxito, se criticaba de Marías que parecía una traducción del inglés: busquen alguna traducción del inglés que suene como Marías, por favor. No la hay. Se trata más bien de una transfiguración del inglés, es el margen, grieta o filón desconocido que Marías tuvo la suerte o el talento de encontrar para hacer algo nuevo en español, a medio camino entre la traducción y la apropiación. «Corazón tan blanco» no es una traducción de «heart so white». No existe ninguna traducción al español de Macbeth que vuelque «heart so white» como «corazón tan blanco». «Corazón tan blanco» no es Shakespeare, es Marías. Y Corazón tan blanco, tomado así, sin asideros, puesto en la cubierta de un libro, no es idioma alguno, no enuncia nada, es semántica propia; arte, amigos.
En realidad sí hay cierta culpa en Javier Marías en relación a su propio mito. Cuando triunfó, digamos que con Corazón tan blanco, no se acomodó, sino que se propuso superarse, no tanto por competencia más o menos deportiva, sino por responsabilidad con el propio talento. Un gran talento se pregunta: ¿puedo hacerlo mejor? Un triunfador mediano se dice: ya no necesito hacer otra cosa que lo mismo todo el tiempo. Este ir subiendo la apuesta terminó con Tu rostro mañana (2002-2007), donde Marías delimitó las fronteras de su propio territorio estético. Afuera, ya no había nada más.
De Marías puede decirse además que fue rebelde, por mucho que ser rebelde con dinero nos parezca más fácil. Disputó con Herralde, cuando Marías era Marías, sí, pero también cuando Herralde era Herralde. Rechazó un premio nacional, que luego vimos aceptar a autores (o autoras) más histéricamente revolucionarios en su secreta mansedumbre absoluta. Fue al juzgado porque una película no hacía bien a su novela, que adaptaba. Luego sus artículos últimos, donde se mostraba sensato con las derivas febriles de nuestro tiempo, le fueron ganando una fama -entre los que sólo pueden dignificarte con su aversión- de gruñón o anticuado o reaccionario. Qué cosas.
Escribió clásicos que la gente creía best sellers, y ese malentendido sucede pocas veces y, acaso, nunca más volveremos a verlo: escribir tan bien y que la gente no se dé cuenta de que está leyendo lo mejor que puede leerse siendo todavía mortal.